Dicen que el ombligo que todos llevamos en medio de la panza, es la cicatriz que nos certifica que alguna vez estuvimos flotando en un mundo espléndido, sin registro de carencias
ni necesidades postergadas, hasta que de un salto nos hicieron sentir la gravedad terrestre, empezamos a respirar solos, a requerir amor y alimento inmediato y a, en definitiva, añorar aquella época de alucinatoria satisfacción.
Desde entonces, ya de pie en estas tierras, vagamos al galope de ilusiones que son chispazos de aquella vida anterior.
Una de ellas es la percepción absurda de lo ideal.
A propósito de esto, mi amiga Karina (proclive a tomarme el pelo con disimulo) me preguntaba ayer, dado el advenimiento de su día internacional, cómo seria hoy para los hombres una mujer perfecta.
Antes de responderle el habitual “no existen”, le recordé la película protagonizada por Nicole Kidman, sobre una novela de Ira Levin, en la que las señoras-robot que habían creado los varones para la felicidad del pueblo, eran bellas, sumisas, fieles, gentiles, de sonrisa permanente, cocinaban bien, y jamás levantaban la voz. Obviamente no trabajaban fuera de la casa, nunca se quejaban de nada y se dedicaban a pleno a su familia. Pero también, pequeño detalle, a ellas en su función conyugal, nunca les dolía la cabeza…
Pido disculpas por pensar que cuando un macho humano se va a casar lo hace para encontrarse (aunque lo niegue) con esas chicas siempre listas a llevarnos al paraíso. Mientras que una mujer independiente, autosuficiente, decidida, generadora de sus propios proyectos y que quiere ser ella misma, nos despierta una gran zozobra, y nos revela a cada instante que no hay garantías ni certezas.
Ahora bien, hubo una era en la que muchas de ellas naturalmente se ajustaron al modelo de Ira Levin, pero descubrieron que las pocas que no lo hacían se convertían en las amantes de sus maridos, totalmente aburridos de sus esposas perfectas.
Y es entonces cuando las damas-robot se sacaron las pilas y patearon el tablero, cuestionando el ordenamiento fálico de la sociedad. Y así ocurrió lo significativo de nuestro tiempo.
Tipos y minas hoy descubren a diario que solo somos animales simbólicos que se angustian, atravesados por un lenguaje que nos preexiste, buscadores inclaudicables de goce movidos por el deseo.
Pero un deseo que no siempre se satisface con lo socialmente esperable, un deseo que además no se cancela, para peor, porque no hay nadie que nos venda boletos para volver al planeta en el que vivimos cuando no teníamos ombligo.
Mientras, esta Eva “imperfecta” de hoy, cada día, pacientemente vuelve a lustrar la manzana que le dio la serpiente para lograr, incluso a costa de su propia inquietud, comérsela ella sola, mientras su desorientado Adán, ese héroe de historietas que ya nadie lee, sigue durmiendo con un ojo abierto, vigilando absurdamente que no pase lo inevitable.